miércoles, 29 de julio de 2009


Dígalo, señora, cuéntenos de los problemas que le nacen de la vagina.

No funciono. Ella dijo que algo dentro está roto y empezó a agitarse con el viento y a tocarse las tetas en un ataque compulsivo. Somos las putitas de Pizarnik, las pendejas seudo-suicidas que se ríen del suicido, la muerte teatralizada, casi satírica, tan ridícula como sustituir concha por flor como una forma de retórica válida. (Y una voz equivocada que dice que todo lo que es retórica es eufemismo).

Mi voluntad no existe o está anulada por un principio de inercia que no busqué más que en el subconsciente. Esto es que todo aquello que mi yo se proponga conseguir resultará sistemáticamente socavado por un otro yo que funciona como verdugo de sí mismo. Mi psicólogo no me quiere porque no existe, dice mi voz en off y amplificada en las paredes del cerebro. Y ese señor regordete, sentado detrás de mí en un sillón de terciopelo, se deleita con verme las venas azules y violetas de las muñecas y se regodea y saca esa malformación de la especie humana que es el pene y lo acaricia como quien acaricia la tapa de un libro antes deseado y que ya no lo había por ningún lado. Bah, cuántas cosas, señora. Y de seguro usted, al igual que yo, en vez de pene esperaba vagina, una vagina igualita a la suya, y soñaba con besar los labios de todas las princesas de plástico que caminan por ahí sin saber que una las mira lasciva sólo porque es como mirarse en un espejo o en una cinta de video cuando se tenía quince años.

Soy mentira. Hay un hombre de brazos quietos que espera mi llegada en una esquina de Montevideo y yo le miento. Le miro los ojos de perro y le miento para que se vuelva gato o comadreja, para que me pida besos y pueda negárselos y decirle que esto entre mis piernas es para mí nomás, no para tributo del amor físico. Pero nada de esto pasa. Me mira, claro, y me espera sin decir ni callar, me mira a mí que soy la mentira y se va ahuecando, se vuelve cóncavo y más débil y entonces siento que quizá deba quererlo, esperarlo en mi casa cada tarde a las tres, presentárselo a mi madre y decirle que me gustan las flores el día de los enamorados, despeinarle el pelo y decirle que lo amo porque es así y para mí, y entonces, oh Dios (sí, yo, la que siempre fue atea), tengo que reprimir ese indicio de vómito que me nace del estómago y golpearlo tanto hasta deformar su cara en mi memoria.

Pero no, señora, no es la violencia a lo que usted está asistiendo. Detrás de todo esto tiene que haber una forma de deseo escondida, un vivirse más allá o acá de la palabra, una deformación del significado preconfigurado (o al menos antes de mí) que sea involuntario. ¿Y qué es lo que quiero?, me preguntan los rostros de las muchachas ebrias de la calle. Si al menos pudiera refugiarme en la conciencia de establecerme a mí misma en una forma del querer, podría dilucidar si aquello que espero es concha o pene, quizá, aunque la dicotomía no es nunca tan acertada. Somos las putitas de Pizarnik, las enamoradas del autor implícito que es Onetti y esperamos tenerlo dentro, absorberlo, por más viejo y panzón y cirroso, tenerlo dentro y decirle dulces palabras al oído y pedirle que nos vuelva papel y soñar y morir en una ciudad destinada al fracaso y a la fatalidad como principio de belleza elevado.

Entonces no está, ni la mujer ni el hombre: la palabra. No como vivir por ni para la palabra sino en la palabra. Una forma de narrarse para no ser lo que se es en un mundo tridimensional que no es de nadie. Tampoco está el movimiento casi imperceptible de volverse andrógina, metamorfoseare en una suerte de individuo sin sexo o viceversa. Amarse a una misma como los hermafroditas, o menos, construirse personajes que encajen en los brazos con los que nacimos y vivir en la ficción que se construye por el verbo. Si me siento esta madrugada en un banco de la plaza del Entrevero es para esperar a ese fantasma que me acariciaba el pelo y me pedía que le contara historias de los cumpleaños que nunca festejé, de los hombres con los que no me casé y de los hijos que no pude conservar en el vientre.

Mi ficción son los órganos inventados debajo de la piel, mi amor el de un náufrago que ignora la certeza del regreso y por eso se aferra a una memoria construida de labios que lo besan en la noche. No quererte está costándome la ruptura de todo lo que hay debajo del vestido. Soy mentira, no funciono.