martes, 2 de octubre de 2012

Ciudad de Sífilis

Qué difícil es empezar a decir en esta hora de la mañana. Casi no puedo ver a Montevideo o a la peregrinación silenciosa de muchachos hacia la ciudad, ligando sus cigarrillos, sacudiéndose el sueño y el sexo. A una cuadra (¿o serán dos?) se encuentran ellas, las damas, las verdaderas, esperando en los zaguanes con tejidos de punto y escarpines blancos, bebiendo de a sorbos ese té que preludia la caminata hasta la iglesia. Pero decir, el acto de enunciación, es dificilísimo desde el balcón sucio de mi residencia. Las palabras no existen cuando me siento una mentira. La sinceridad, ante todo, para poder escuchar lo que me dice la cabeza. Pensé recostarme un poco, enjuagarme la vagina en la palangana del baño, tomar mates con Jacinta, hacer algo, morir, dormir, cocinar-tal vez-pensar. Vaya una qué resistencia. Algún día coserme un hilo acá, en el pecho o en la boca, una cosa que se note que sale de adentro, un hilo blanco y atarlo a la puerta o a la cama, para que me encuentren recostada, sí, pero que sepan que no puedo atragantarme con nada que no sea la realidad. Y Jacinta dice que son actos de poesía, pero la cosa es que no se puede ver, ni siquiera se puede ser parte de Montevideo. ¿Salir? Sí. Caminar, comprar un tomate o dos. Mejor pedirle al chico que destapa el poso negro (y acá no sé, nunca sé, si poso es poso o pozo, o tal vez dos formas de decir lo mismo). Mejor pedirle a él que no tiene qué cosa esconder, no tiene más que decir buenos días, resignarse a la mierda, decir yo, decir tú, saludar a la señorita esa que se pone los vestidos recién traídos de París y que lo juzga, siempre, pero no como me juzga a mí, que soy escoria, pero el muchachito que la pretende, ese, hace más que acariciarme el pelo una vez a la semana y Jacinta me habla del recato. Él sí, él sabe de recato. Una vez a la semana, vaya que es poco eso, poca forma del deseo.
Entonces un gato. Soñé un gato o mi forma felina detrás de un espejo. Digamos que imágenes tradicionales. Sé, estas son mis palabras. Puedo hablar como se me dé la gana, es mi cerebro, pero no decir, no, jamás. Decir es para otros que se encuentran en otros lados. Y tengo que dejar de mentir. Pero sí, esa era yo, un gato. Quizás estaba sucia o famélica, pero poco me importaba, porque estaba a punto de llover y el espejo no era un lugar adecuado para esconderme. De la nada aparecía un señor que me tiraba una cabeza de pescado podrida, sin saber que el problema era la lluvia, que me daba igual comer o morirme de hambre si el cielo amenazaba con romperse. De todas formas empecé a ronronear, me acerqué a la pierna del señor y froté mis patas felinas y mi cabeza felina contra su pierna, que encontré robusta, y el sol apareció de algún lugar y me quemaba. No molestaba así la lluvia, pero sí el calor. Y supe, moriría abrasada por un centelleo de luz, de inanición y de luz. Hasta que el astro tomó la forma de Jacinta, y me rezongaba, porque ya era tarde y la poesía no servía para nada.
Qué triste no poder ver Montevideo, las callecitas que dicen tan lindas, la rambla, verla toda, sentirla en mis pulmones, hacer algo con el agua, mojarme ahí donde se mojan ellas, leer el periódico, comprarme novelas y enciclopedias para poder leerlas cuando tenga un tiempo, o dos, dos tiempos, sentarme y dejarme llover, como mi gatito, lloverme dentro. No sé cómo nos vestimos, quizá sea que estoy mucho tiempo desnuda, pero porque tengo ganas. Ellas nos miran a veces, las he descubierto. Se indignan, lo sabemos todas, las que estamos acá sabemos que ellas se tapan la boca y los ojos y se persignan con apuro. Quizá, quién sabe, tienen miedo a levantarse una mañana y descubrir que forman parte del Universo Santa Teresa, la ciudad esta que es nuestra y no de ellas, pero no saben que tienen todo Montevideo, la modernidad para ellas solitas. (No sé quién dijo eso de la modernidad, si un poeta o un político, pero al cabo que estaban los dos borrachos). Lo que no saben es que sus hombres nos visitan y nos dejan rastros de conciencia, son como pinturas vivientes de lo que pasa afuera. Tampoco sé con exactitud qué es lo que pasa adentro, pero lo siento en el pecho cada vez que ellos se retiran, y nos quedamos solas y cansadas de espanto y crueldad y miedo, y nos miramos a los ojos y todo lo que queda es neblina, una fina capa de humo sobre toda la ciudad, rodeando las casas y las cosas, las lagañas y los ojos secos. A veces nos dejan tabaco, restos de licor en sus botellas baratas, enfermedades genitales que no podemos mencionar siquiera porque desconocemos su nombre. Es el vacío, la ciudad rezagada, el hambre y el sueño.
Por ahí dijeron que es momento de tomar el mate. Caliento la pava en el fuego, preparo la yerba que casi no queda y espero. Las muchachas duermen en sus recámaras, en las mismas donde pasaron toda la noche recibiendo hombres sucios o limpios, algunos más jóvenes que otros, repletísimos de sueños.