viernes, 1 de mayo de 2015

Preludio

Afuera las cuatro.
Adentro la música corriendo como un frío por su espalda.
Improvisó una lágrima acompañada de una sonrisa. Los dientes blancos contrastaban con la sangre que manaba de las encías, con los labios gruesos color violeta. Se puso el vestido de flores, el que tenía esa cadencia así, como a ella le gustaba. Después de tantas horas había que sacudirse el sueño, el silencio anodino en el que había estado recluida por antojo de vaya a saber qué mecanismo de la psique. Había que pronunciar el nombre, la manera en que hacía sonar los huesos de los dedos, el bostezo y las lagañas, detallar cómo estaba sentada (en cuclillas, anticipando el salto hacia la realidad), todo para revolver en la memoria los contornos de su cuerpo, los bordes que la diferenciaban de las cosas, los otros objetos. Estaba ahí. Nacía de la música.

martes, 2 de octubre de 2012

Ciudad de Sífilis

Qué difícil es empezar a decir en esta hora de la mañana. Casi no puedo ver a Montevideo o a la peregrinación silenciosa de muchachos hacia la ciudad, ligando sus cigarrillos, sacudiéndose el sueño y el sexo. A una cuadra (¿o serán dos?) se encuentran ellas, las damas, las verdaderas, esperando en los zaguanes con tejidos de punto y escarpines blancos, bebiendo de a sorbos ese té que preludia la caminata hasta la iglesia. Pero decir, el acto de enunciación, es dificilísimo desde el balcón sucio de mi residencia. Las palabras no existen cuando me siento una mentira. La sinceridad, ante todo, para poder escuchar lo que me dice la cabeza. Pensé recostarme un poco, enjuagarme la vagina en la palangana del baño, tomar mates con Jacinta, hacer algo, morir, dormir, cocinar-tal vez-pensar. Vaya una qué resistencia. Algún día coserme un hilo acá, en el pecho o en la boca, una cosa que se note que sale de adentro, un hilo blanco y atarlo a la puerta o a la cama, para que me encuentren recostada, sí, pero que sepan que no puedo atragantarme con nada que no sea la realidad. Y Jacinta dice que son actos de poesía, pero la cosa es que no se puede ver, ni siquiera se puede ser parte de Montevideo. ¿Salir? Sí. Caminar, comprar un tomate o dos. Mejor pedirle al chico que destapa el poso negro (y acá no sé, nunca sé, si poso es poso o pozo, o tal vez dos formas de decir lo mismo). Mejor pedirle a él que no tiene qué cosa esconder, no tiene más que decir buenos días, resignarse a la mierda, decir yo, decir tú, saludar a la señorita esa que se pone los vestidos recién traídos de París y que lo juzga, siempre, pero no como me juzga a mí, que soy escoria, pero el muchachito que la pretende, ese, hace más que acariciarme el pelo una vez a la semana y Jacinta me habla del recato. Él sí, él sabe de recato. Una vez a la semana, vaya que es poco eso, poca forma del deseo.
Entonces un gato. Soñé un gato o mi forma felina detrás de un espejo. Digamos que imágenes tradicionales. Sé, estas son mis palabras. Puedo hablar como se me dé la gana, es mi cerebro, pero no decir, no, jamás. Decir es para otros que se encuentran en otros lados. Y tengo que dejar de mentir. Pero sí, esa era yo, un gato. Quizás estaba sucia o famélica, pero poco me importaba, porque estaba a punto de llover y el espejo no era un lugar adecuado para esconderme. De la nada aparecía un señor que me tiraba una cabeza de pescado podrida, sin saber que el problema era la lluvia, que me daba igual comer o morirme de hambre si el cielo amenazaba con romperse. De todas formas empecé a ronronear, me acerqué a la pierna del señor y froté mis patas felinas y mi cabeza felina contra su pierna, que encontré robusta, y el sol apareció de algún lugar y me quemaba. No molestaba así la lluvia, pero sí el calor. Y supe, moriría abrasada por un centelleo de luz, de inanición y de luz. Hasta que el astro tomó la forma de Jacinta, y me rezongaba, porque ya era tarde y la poesía no servía para nada.
Qué triste no poder ver Montevideo, las callecitas que dicen tan lindas, la rambla, verla toda, sentirla en mis pulmones, hacer algo con el agua, mojarme ahí donde se mojan ellas, leer el periódico, comprarme novelas y enciclopedias para poder leerlas cuando tenga un tiempo, o dos, dos tiempos, sentarme y dejarme llover, como mi gatito, lloverme dentro. No sé cómo nos vestimos, quizá sea que estoy mucho tiempo desnuda, pero porque tengo ganas. Ellas nos miran a veces, las he descubierto. Se indignan, lo sabemos todas, las que estamos acá sabemos que ellas se tapan la boca y los ojos y se persignan con apuro. Quizá, quién sabe, tienen miedo a levantarse una mañana y descubrir que forman parte del Universo Santa Teresa, la ciudad esta que es nuestra y no de ellas, pero no saben que tienen todo Montevideo, la modernidad para ellas solitas. (No sé quién dijo eso de la modernidad, si un poeta o un político, pero al cabo que estaban los dos borrachos). Lo que no saben es que sus hombres nos visitan y nos dejan rastros de conciencia, son como pinturas vivientes de lo que pasa afuera. Tampoco sé con exactitud qué es lo que pasa adentro, pero lo siento en el pecho cada vez que ellos se retiran, y nos quedamos solas y cansadas de espanto y crueldad y miedo, y nos miramos a los ojos y todo lo que queda es neblina, una fina capa de humo sobre toda la ciudad, rodeando las casas y las cosas, las lagañas y los ojos secos. A veces nos dejan tabaco, restos de licor en sus botellas baratas, enfermedades genitales que no podemos mencionar siquiera porque desconocemos su nombre. Es el vacío, la ciudad rezagada, el hambre y el sueño.
Por ahí dijeron que es momento de tomar el mate. Caliento la pava en el fuego, preparo la yerba que casi no queda y espero. Las muchachas duermen en sus recámaras, en las mismas donde pasaron toda la noche recibiendo hombres sucios o limpios, algunos más jóvenes que otros, repletísimos de sueños.

lunes, 23 de mayo de 2011

Entonces ella...

Chandra, tus manos, Chandra. Tus pies, la punta de tus dedos, tu vientre redondeado sobre la hamaca paraguaya en la lenta agonía de la tarde, en el decirse y saberse sólo a razón de los racimos de uva y el ruido de los pájaros, que están, que llevan el nombre de tu abuela y de tu madre y de todos los muertos que alguna vez viste, Chandra. Ese hombre-gaviota que te sostuvo en sus brazos hasta que fue agotado tu último aliento de instinto, ahora está sentado frente a tu cama, te mira delirar entre sueños. Sabe que recordás las tardes, la bruma de verano, el vaso de cerveza caliente apretado con fuerza entre las manos.
Cómo corrías, Chandra, de un lado para otro vos corrías como una cometa, te despegabas del suelo, vos sentías tus pies lejos de este suelo y tu cuerpo no era aire ni energía; no había conciencia, Chandra. Y entonces el golpe, la caída terrible que te devolvía a la hamaca y a la tarde espesa de febrero, al té helado que la abuela, tu abuela, preparaba para vos y que vos bebías lentamente y te olvidabas de la cerveza y del hombre-gaviota que estaba ahí, a tu lado para siempre.
A fuerza de juventud te fuiste acoplando, Chandra. “Eras una nena”, repetías frente al espejo para convencerte de tus diecisiete años, pero la atemporalidad... A veces quisieras poder escribirte desde otros lugares, desde todos los rincones de tu voz. Tejías papelitos de colores para poder decirte de otras formas. Recordás la vez que te dijiste María y fuiste santa, Sasha, y fuiste hombre, Alejandra, y amaste a uno de ojos verdes. Después el hijo, el estómago vacío, el grito desgarrado al viento. “No querer ser, es no ser nada”, pero eso sonaba tan barato, Chandra.
No hay excusas paras las cosas que hiciste, no; los misiles que lanzabas desde tu propio cerebro y que morían en tus yemas, la cocaína deslizándose por la garganta, las mujeres sifilíticas que te enseñaban sus vaginas y que vos besabas hasta la llaga, Chandra. Y más tarde los sonidos, la manera en que tu voz vibraba, la manera en que la música sonaba en tus auriculares y cómo se movían tus pies cuando sonaba Frankie -tan tonto, tan estúpido-, esas cosas mueren en vos, mueren contigo. Guardaste los secretos de los hombres que hacían equilibrio con tu ombligo sólo para verlos redimirse ante tu grandeza, moriste atada a un bebé de plástico que te miraba desde su féretro.
No contemplás más, Chandra.

martes, 17 de mayo de 2011

Y Chandra escribe

10 de enero:

Tuvimos momentos hermosos, momentos terribles, soportamos el calor del verano debajo de un duraznero y de un roble mientras enjugábamos nuestro sudor, recordás. Vos tenías las manos más morenas que nunca, un poco secas, y yo supe que algo horrible iba a pasarnos. Intenté muchísimo traerte sobre mi cuerpo, sobretodo cuando te contemplabas en el espejo ancho del living room de aquella casa que se nos había entregado para nosotros solos todo un mes entero. Estábamos contentos, teníamos lo que necesitábamos y ni siquiera podíamos comprender cómo lo habíamos conseguido. Y yo te veía contemplarte ahí por horas, recogías apenas tu pelo, lo sacudías de tu frente, tocabas tus caderas, tus muslos, tu pecho desnudo y la cadenita que tu madre te había regalado la primera vez que estuvieron enojados.
Fuimos hermosos. Vos sabés que fuimos hermosos. Ahora que no estoy ahí y que por supuesto no estás acá, y que pasaron dos años de ese verano, intenté rememorar inútilmente la sensación de recibir el primer beso, de ver tu cara frente a la mía y la sonrisa que no supe describir jamás. Después la sucesión de primeros besos en intervalos que duraban siglos. El primer “hola”, la vez que te vi entre todos ellos y vos me veías a mí y reprimías el llanto de saberte vivo y tieso en un andén peligrosamente aturdido de gente. Nos vimos, estuvimos muy cerca y yo tuve que abrazarte. Todavía mamá recuerda cómo te enojabas cuando te hacía cosquillas ante todos y te besaba el cuello o te raspaba con la tarjetita magnética de un subte londinense que habíamos encontrado en un ómnibus que venía de Casabo.
Recuerdo encontrarme con tu padrastro en la terminal y que me saludara a pesar de mis lentes. Te enojaste muchísimo cuando supiste que me iba, me dijo, y yo no podía darte ni una explicación que valiese la pena. Habíamos sufrido y nos habíamos dejado mojar. Lo entendías, yo sé que entendías, pero no tenía sentido, era absurdo. Sigue siéndolo hoy que estoy acá y es tan sólo una porción de río, pero que me devuelve el aire.
No me fui por vos ni por mí ni por nadie. Me fui por la inercia y por creerme muerta y de otra especie entre ustedes que están ahí. Aunque vos, Ernesto, sos otra cosa, algún otro tipo de ser humano desconocido. Yo debo ser un cuadrúpedo hermafrodita enamorado de sí mismo, incapaz de procrear, pero sí de metamorfosearse, de cambiar de cara, de cuerpo, de nombre. Recordarás, imagino, el desorden nomenclatural del que nos reíamos, de la vez que te llamaste Gregorio, Alejandro, Mateo, Daniel y que me dijiste que yo me llamaba Soledad. Yo quería llamarme como alguna canción de Zitarroza, pero no esa. Te reíste, Ernesto, siempre nos reíamos, pero no éramos felices ni nos amábamos. Estábamos matándonos despacio.
Buenos Aires me trajo a la memoria la vez que entré a tu cuarto a escondidas para sorprenderte y vos estabas montado sobre el cuerpo de Luciana, y yo me sentí quebrar por dentro. Salí corriendo y tu madre me contuvo, esa madre que renegaste y que yo tanto quise a pesar tuyo. Y pasaron meses antes de volver a vernos y reconocernos parte del otro y volver la carrera a nuestro favor, dejando que te deshicieras de mi carne, que giraras sobre mí y pasar semanas enteras escondidos en tu cuarto o en el mío, apenas comiendo, apenas corriendo en busca de puchos y cerveza o vino, apenas levantándonos de la cama para cambiar el cd de la disquetera. Las noches variaban entre Cabrera y Mateo, Morrissey y White Zombie. No nos importaba. Escuchando la Velvet nos filmamos haciendo el amor o gritándole obscenidades a un poemario de Garcilaso. Y no nos importaba.
Cagar, sufrir, reír, escribir cartas, recibir postales, dormir, despertar, broncearse, enfermarse, mudarse, morirse. ¿Todo para qué? Ahora no estoy y amo a otros y a muchos, pero vos estás en la memoria en días como este, en el día que decidí arrancarme del vientre al monstruo que surgió de los dos. Y vos apareciste llorando a las semanas y tuve que saber que era por eso, por el remordimiento de pensarte asesino. Esa noche dormimos, nos despedimos en silencio y para siempre. Estábamos matándonos, Ernesto.
Pediste una carta, un relámpago. No estabas nunca, Ernesto, tampoco yo estaba ahí. Odiaste a Carlos el día que lo viste sentado en el cordón de la vereda de mi casa, detestaste su acento porteño, la manera en que se fumaba sus cigarros, uno tras otro, desesperado por morirse en ese mismo instante, con una demencia en la que te reconocías. Los vi saludarse desde el balcón de mi primer piso y casi muero de tristeza cuando te fuiste lento hacia tu casa que quedaba tan cerca. Y supiste que me iba para siempre mucho antes
.

martes, 9 de noviembre de 2010

Extracción de algo que escribo.

5

Entramos a la casa de Laura como si estuviésemos entrando en un museo viejísimo. Todo nos alucinaba: las montañas de libros apilados sin criterio uno sobre el otro, las radios añejas y los televisores que habían dejado de funcionar hacía años. Bruna daba sorbos a un vaso de cerveza larguísimo y contemplaba las cosas con su cuerpo, tocaba los bordes de las radios con su pelo o su nariz. Yo no podía hacer nada, apenas me movía. También tenía un vaso de cerveza en la mano. Había estado pensando tanto en Saussure que tenía ganas de vomitar signos lingüísticos, y Laura parecía entender todo eso. Además de ser parte de la casa, ella convivía con las cosas como si fuera un anticuario. Su cuarto tenía el color de un lugar donde las cosas pasan sigilosas. Bruna bebía su cerveza alucinada.

Esa noche nos cocinamos algo rápido, desmorrugamos marihuana y nos la fumamos como murciélagos. Esa era la vida, quizá. Después hablar, fingir ser psicólogas, médicas, abogadas, fisicoculturistas. Comentar los libros que leímos, pero como mujeres. Las mujeres vivimos las palabras, nos atragantamos con ellas y las saboreamos con el cuerpo. Las mujeres somos cuerpo. Los años de lectura femenina siempre decretan el cuerpo como modus operandi del accionar femenino. Nosotras nos enloquecemos de palabras, creemos en nosotras mismas, en nuestras madres, en nuestras vaginas y en que algún día podremos dejar el cigarro.

Estuvimos sentadas en el living de Laura toda la noche. La cerveza no se terminaba jamás, seguía acumulándose en la barriga y yo ya me sentía espesa.

-Lo bueno de las palabras es que no te dan cáncer –dijo Bruna mientras se encendía un cigarrillo.

-Lo bueno de las palabras es que no te provocan gonorrea –dijo Laura sosteniéndose el pelo con una gomita violeta.

-Lo malo de las palabras es que no te garchan –dije, e hice un globito con un preservativo que tenía en la mano.

-En momentos así me siento tan hinchada como un globo de helio, la cerveza se apretuja toda en mi organismo y me olvido de los límites de mis manos, que se hinchan y no me dejan tocar las cosas con la delicadeza de las mujeres –dije.

-Una vez estuve hinchada, hinchadísima de cerveza, y estaba sola en San Telmo. Salí a caminar después, tenía mis auriculares y un disco nuevo de los Autoramas en mi mp4. Eran las cinco de la mañana y la calle estaba llena de linyeras mugrientos y más borrachos que yo que me miraban y volvían a dormirse con desprecio. Tuve miedo, pero también creí que podría volar como un globo de helio si algo me amenazaba. Me acordé de todas las canciones lindas que mi madre me cantaba cuando estaba en la cuna, deseé estar con mi madre, volver a odiar a mi padre, renegar mi nombre, borrar el tatuaje idiota que tengo en el hombro. A eso de las 7 me terminé cansando, ya estaba en Puerto Madero hacía rato sentada en un banco mirando los restoranes caros. Me tomé un colectivo y me fui a lo de mi madre, le toqué el timbre mucho rato, pero nadie me respondió nunca –contó Bruna, y a todas nos dieron ganas de llorar hasta la orfandad.

Laura se había descalzado y se puso a bailar con las manos en el aire, dando vueltas como un trompo, como una calesita borracha. Las terminaciones de las manos eran las de una bailarina y la música en la vitrola era de Fela Kuti. Los tambores africanos marcaban el ritmo y ya no pertenecíamos al tiempo. Bruna siguió a Laura y empezaron a bailar una danza sin sentido. Yo seguí bebiendo de mi cerveza, soñé con elefantes de colores y mujeres negras que amamantaban a sus hijos, aunque Fela Kuti no era eso. Sentí que iba a morir de felicidad y quedé dormida en el suelo con sensación de eternidad en la boca.

6

A la mañana siguiente me desperté con un terrible dolor de cabeza. Laura y Bruna estaban desnudas en el piso y abrazadas a una pila de libros en portugués sobre animales salvajes. Toda la casa estaba en penumbras, pero de la claraboya en el techo parecía entrar un tenue halo de luz. Me levanté rápido y fui esquivando las cosas hasta llegar al baño. Me miré en el espejo y vi escrito en mi frente con un marcador azul el semema “puta”. Me reí. También vi que en mi espalda habían escrito “cerveza”, “cuerpo”, “mordedura”. Todas esas cosas me resultaban hermosísimas y poéticas. Odié mi cuerpo por ser mujer.

Cuando bebo mucho durante la noche, al día siguiente despierto deseándome hombre, tanteo mi entrepierna buscando un pene y un par de testículos y sólo encuentro la hendidura natural de mi vagina y la desprecio. Después de dos aspirinas vuelvo a amarme y a ponerme el corpiño en un ademán que dura 20 minutos.

Yo amo la delicadeza.

Laura despertó cuando sintió mi cuerpo deslizándose hasta el cuarto de baño y fue a encontrarme ahí, aún desnuda, delicadísima. Me saludó con una sonrisa y me preguntó si quería un café, y era tanto lo que yo deseaba un café que tuve que aceptar. Bruna seguía dormida en el piso así que tuvimos que despertarla con palmas y golpes suaves en la cabeza. Ellas tenían sus senos dibujados con el mismo marcador azul que me señalaba como puta en mi frente. Los dibujos en sus senos eran de duendes y flores y cosas aún más ridículas que no logré entender. Bruna se puso una remera y una bombacha y aceptó sonriente el café que nos trajo Laura.

No hablábamos nada, nos mirábamos a veces y escuchábamos un disco de Caetano Veloso cantando en inglés. Estábamos transportadas o no estábamos en lo absoluto.

viernes, 2 de julio de 2010


(Hasta que ella dijo):
"Estas son las flores para mi padre",
y equivocó el féretro,
confundió su rostro,
ocultó las lágrimas.
Ofrendó su cuerpo de niña
para volverse madre
-y se hizo tierra-.
"Estas son las cenizas de mi padre".
Y vi sus manos vacilar.
(La mujer, después de la muerte,
se fragmenta,
borra los bordes de su nombre,
desdibuja su sonrisa,
abraza a su niño,
pero como a un perro).
"Este es mi padre,
mi madre sacude su pañuelo,
no llora.
Mi legado es
atarme al tiempo
sostener el tiempo
regresar al tiempo".
Y vi sus manos vacilar,
y desde sus senos resonó un disparo
-corazón, músculo, vida-.
"Estas son las flores para mi padre"
y equivocó el féretro,
confundió su rostro,
profirió una risa.

lunes, 14 de junio de 2010

Al reverso sigo estando atravesada. No hay misiles ni puntas de espada, tampoco espacios vacíos de recuerdos. No hay sombras, ni pies descalzos en las baldosas del baño. No me veo a mí misma de vestido, correteando por los pasillos del piso del edificio en el que está mi casa. Veo sí mi rostro de niña afiebrado, las ojeras oscurísimas, una recomendación absurda de taparme de líquido hasta que me revienten los poros y no cubrirme de mantas regordetas. En algún sitio está el primer vómito y esa sensación vertiginosa de atragantarse con el carozo de una aceituna en la cocina de mi abuela. Pero el reverso no es nunca una autobiografía, ni un disparso que me aturde de imágenes: sólo sensación, pura sensación. Sé gritarme a mí misma que el poema no es imagen (golpear a Potebnia hasta el cansancio), fingirme sola, sentirme sola y finalmente estar tan sola que el pecho se agiganta y se hace añicos y me regodeo en mi miseria y mi holgazanería con la satisfacción final de verme convertida en sillón o en algún otro objeto ridículo. Y además el invierno o 18 de julio convertidos en escenarios que ya no sirven y molestan. Molesta caminar por Montevideo y no sentir nada, ni un instantáneo cosquilleo de misericordia o empatía hacia nadie.
Hay una mujer que escribe cartas para sí misma y las envía a una dirección desconocida en un país que quizá ni siquiera existe. Y es como romper un cascarón (decir estas cosas, de esta manera, revelando ya que no puedo escribir, que no puedo decir absolutamente nada que sea válido), salir al otro lado del espejo y no encontrar una tabla de ajedrez, sino una versión más aterradora de mí misma. (Una vez alcanzadas la simplicidad y la plenitud una quiere volver a donde se encontraba antes {recluida en un rincón -imagen-, maniatada, amordaza por una misma, ser secuestrador y víctima a la vez}).
Al reverso no estoy yo ni lo que quise ser, sino una sensación de hijoputez o de aferrarse a la memoria de cosas que no vuelven. (Como el himen, por ejemplo, quise conservarlo aunque ya no estuviera y mitificarlo como a un santo de membrana). Y tantos meses desdoblada, tan bifurcada y re-podrida, para sentarme hoy con la luz sobre la cabeza y repasar los bordes de mi piel y darme cuenta de la farsa. Debí notarlo ni bien me encontré limitada a sólo hablar de tetas y pijas, y labios temblorosos y mierdas como esas. Tuve que sentirlo cuando me reí a carcajadas por la calle y le hice guiños a algún tipejo que me dijera obscenidades con los ojos tan lascivos como podía. Pero seguí pidiéndome adultez, seguí reclamándome a mí misma vida y sexo y amor y contensión. Me perdí, quiero decir. No como una mujer que quiere embarazarse (por algo se ama a Onetti), pero sí como una que se desconoce a sí misma. Bueno, yo no nací para algunas cosas (resignación final, principio de angustia), pero qué bueno es salirse de la adolescencia de vez en cuando.