jueves, 24 de julio de 2008













La cosa es así o no; pero tenía que presentarse de esta manera, con este movimiento de piernas y manos y ampollas. También se tenía que abrir paso al desprendimiento de color y retina, perpetuarse en el olor a huesos de la alcoba apenas visible en las persianas bajas, tensas e invariables que a veces funcionan como el resorte de un montículo informe de pies y sangre.
En el centro mi cabeza y la abertura que yo misma construí para respirar desde mi piel y mis vísceras, la contractura improvisada del aire inquebrantable y después el vértigo, la boca que me recuerda de las calles que nunca encuentro, que se esconden en los pasos y en el silencio impasible de los coches que la recorren – o no- en las madrugadas llenas de hastío.
Un cigarro que se quiebra en mi noche; el alarido de un ciempiés que muere entre mis dedos, estrujándose, revolviéndose en su miseria, mostrándome los dientes y las entrañas con la misma ceguera e irritabilidad de siempre. Pareciera que todo se trata de lo mismo, que la furia y la tormenta no son sino la misma cosa y el misterio del impulso naciendo de la yema de mis dedos respondiera al sonido sólido y gastado del invierno.
Cada vez que entreabro mis ojos soy un monstruo diferente. Puedo sentir la transformación de mi estructura ósea entre los músculos de las piernas, la lengua que se deshace en la mandíbula, el peso de una ciudad que no termina de girar sobre mi cuerpo con una velocidad mortecina que termina en cada infierno y que me arroja hacia las calles, mientras me acurruco en tus brazos como pulpos.

lunes, 21 de julio de 2008




Dijo: "Si mirás la luna sos el silencio".



[Pero acá no hay cielo].








(...)

viernes, 18 de julio de 2008








"Cada vez que abro los labios
Inundo de nubes el vacío".

domingo, 13 de julio de 2008


[Qué calor hará sin vos en verano].

domingo, 6 de julio de 2008









"...se me enfrían los dedos de estar entre fantasmas...".



viernes, 4 de julio de 2008











[Voy a merendarme en este almuerzo].









martes, 1 de julio de 2008



6 de marzo

Hace una quincena o un mes que mi mujer de ahora eligió vivir en otro país. No hubo reproches ni quejas. Ella es dueña de su estómago y de su vagina. Cómo no comprenderla si ambos compartimos, casi exclusivamente, el hambre.
Nos consolábamos a veces con comidas a las que buenos amigos nos invitaban, chismes, discusiones sobre Sartre, el estructuralismo y esa broma que las derechas quieren universal, saben pagar bien a sus creyentes y la bautizan postmodernismo. Participábamos, reíamos y adornábamos con nuestras risas las frases ingeniosas. Aquellas cenas a las que no podíamos aportar ni un solo peso ofrecían a un posible observador, tal vez a uno de los comensales que pagaban su parte de la cuenta, un aspecto admirable. Porque merecía admiración la astucia con que ella y yo, sin dejar de reír despreocupados, robábamos pancitos que cabían en la cartera de ella o en alguno de mis bolsillos. Así nos asegurábamos un desayuno seco para cuando despertáramos mañana en la cama de la pensión.
Se fueron acumulando los días casi miserables para triunfar convenciéndola de que yo había nacido para fracasado irremisible.
La muchacha pasaba todo su tiempo en la cama para ahorrar fuerzas, retener calorías. Tal vez estuviéramos en invierno. Creo, no lo aseguro. Y así: ella acostada y yo caminando, ida y vuelta, por la avenida buscando tropezar con algún ser muy amigo al que no me humillara pedirle dinero. Y recuerdo que ya no se trataba de conseguir un peso para que comiéramos. Nunca consulté en los periódicos a cuánto estaba la canasta familiar. Pero en aquellos días el mínimo indispensable había trepado a cinco pesos.
Pocas veces lo conseguía, no por negativas sino por desencuentros. Mis incursiones en la ciudad sólo excluían a los niños. Nunca hice distinciones por sexo. Pocas mujeres encontré.

Juan Carlos Onetti, "Cuando ya no importe".