lunes, 23 de mayo de 2011

Entonces ella...

Chandra, tus manos, Chandra. Tus pies, la punta de tus dedos, tu vientre redondeado sobre la hamaca paraguaya en la lenta agonía de la tarde, en el decirse y saberse sólo a razón de los racimos de uva y el ruido de los pájaros, que están, que llevan el nombre de tu abuela y de tu madre y de todos los muertos que alguna vez viste, Chandra. Ese hombre-gaviota que te sostuvo en sus brazos hasta que fue agotado tu último aliento de instinto, ahora está sentado frente a tu cama, te mira delirar entre sueños. Sabe que recordás las tardes, la bruma de verano, el vaso de cerveza caliente apretado con fuerza entre las manos.
Cómo corrías, Chandra, de un lado para otro vos corrías como una cometa, te despegabas del suelo, vos sentías tus pies lejos de este suelo y tu cuerpo no era aire ni energía; no había conciencia, Chandra. Y entonces el golpe, la caída terrible que te devolvía a la hamaca y a la tarde espesa de febrero, al té helado que la abuela, tu abuela, preparaba para vos y que vos bebías lentamente y te olvidabas de la cerveza y del hombre-gaviota que estaba ahí, a tu lado para siempre.
A fuerza de juventud te fuiste acoplando, Chandra. “Eras una nena”, repetías frente al espejo para convencerte de tus diecisiete años, pero la atemporalidad... A veces quisieras poder escribirte desde otros lugares, desde todos los rincones de tu voz. Tejías papelitos de colores para poder decirte de otras formas. Recordás la vez que te dijiste María y fuiste santa, Sasha, y fuiste hombre, Alejandra, y amaste a uno de ojos verdes. Después el hijo, el estómago vacío, el grito desgarrado al viento. “No querer ser, es no ser nada”, pero eso sonaba tan barato, Chandra.
No hay excusas paras las cosas que hiciste, no; los misiles que lanzabas desde tu propio cerebro y que morían en tus yemas, la cocaína deslizándose por la garganta, las mujeres sifilíticas que te enseñaban sus vaginas y que vos besabas hasta la llaga, Chandra. Y más tarde los sonidos, la manera en que tu voz vibraba, la manera en que la música sonaba en tus auriculares y cómo se movían tus pies cuando sonaba Frankie -tan tonto, tan estúpido-, esas cosas mueren en vos, mueren contigo. Guardaste los secretos de los hombres que hacían equilibrio con tu ombligo sólo para verlos redimirse ante tu grandeza, moriste atada a un bebé de plástico que te miraba desde su féretro.
No contemplás más, Chandra.

1 comentario:

j.sebastian dijo...

increíble, de verdad