viernes, 23 de octubre de 2009



Están esos días (noches, cigarros, whiskys) que te extrañamos y te queremos más de lo que deberíamos. Están las horas, los números tachados en el almanaque que no esperan ninguna fecha; y también las caras al techo, la lluvia que ya no es lo que era, los ojos que no miran, la televisión como espejo retrovisor de lo que no somos ni fuimos ni seremos. Detrás de todo eso tu odio, la falta de, mi miseria. Y qué terrible este pensarte más allá de mí, en lugares que no conozco, en baldosas que no pisaría ni en cuentos. Podrías estar tan perdido y solo y borracho y enfermo que se me enfrían los párpados por verte revolcado en el vómito de algún linyera o durmiendo en el silencio de la tierra (y digo tierra, elemento, no planeta), acurrucado como un feto en los pechos de una puta que soy yo, dibujada con rouge en el asfalto. Pero ahora crece algo dentro de mí: insecto, vegetal o conciencia. Crece y se retuerce en mis entrañas, hace que me llene las uñas de barro, que te escriba las cartas que no van a llegarte nunca.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Cangrejo Blues

Hace tanto frío y él recostado sobre mi cuerpo. Toca mis piernas, mis manos, sus dedos se entrelazan en los míos y hace tanto frío, tanto, que ya no puedo pensar en otra cosa. Le miro los ojos, la boca, el pelo y sé que tiene miedo y frío y hambre y tiempo –sobretodo tiempo-.

-De a ratos siento que no siento y que soy un pez sin cerebro ni memoria.

Quisiera acariciarle el iris, arrancarle las pestañas y decirle que no importa, que la muerte es otra cosa y nosotros también. Pero me callo (o eso creo) y mi cuerpo no es el mío. Afuera el ruido, la calle, la gente; adentro una orquesta de ciempiés enfurecidos. Y hablo:

-Mi cerebro es un escaparate de ideas surrealistas en liquidación. Breton se deshidrataría si lo besara esta noche, y yo apagaría este pucho –miro mis dedos- en su tórax o en el tuyo, lo mismo da.

Sé que no entiende, pero eso es lo de menos. Sonríe a veces, establece un campo de visión que me excluye y habla. Enciende un cigarro y cuando responde, su voz parece salirse de regiones muy lejanas de la psiquis. Pero ¿qué estoy diciendo? No podría verme hoy ni aunque me parara sobre su cabeza e hiciera equilibro con sus orejas. (No debería estárseme permitido el uso de la palabra psiquis ni para hablar de él ni para hablar de nadie). Sonrío de todas formas y continúo el juego. Soy una parodia de todo lo que se dice humano.

-Soy dualidad y no tengo espacio. Mi nombre no me dice nada y todas mis acciones son vacías e inútiles.

“Pero podrías callarte. Podrías intentarte vivo en una dimensión más allá de lo reconocible”, pienso. No le voy a contar de otros, no le interesa, ni le interesa esto que me sucede dentro cada vez que habla (y me sucede la opinión, el consejo inútil, los cientos de lugares comunes que podrían ocurrírseme y que se mueren antes de llegar a mi lengua).

-Quizá no importe ya si esté o no vivo –dice-, no pude absorber al mundo. Hay cosas que simplemente no me pertenecen.

-Pero eso lo saben todos. No se puede tener algo que no sale desde el cuerpo. Mis ojos no son dueños de este suelo porque lo esté mirando ni porque sea el principio de mis pies sosteniéndome.

-Estás acostada.

-Y yo adoro que estés entendiendo.

Sigue sin importarle todo lo que diga. Siempre pensé que la inutilidad de las cosas era algo maravilloso y por eso sigue el juego. No quiero tampoco hacerle entender que nada de lo que está viendo existe, que esto no es otra cosa que ficción, que sus palabras son un guión de todo lo que a mí se me antoja. Sería mejor si lloviera. Le pregunto si le gusta la lluvia. Dice que sí, la lluvia y el invierno. Ahora le explico que eso habla bien de todo buen cangrejo y se ríe porque es de lo más ridículo que he dicho en toda la noche. Pienso seguir mintiendo (y lo sabe). Puede que él también me esté mintiendo a mí: un hijo único no puede no forjarse un pasado de amigos invisibles, por más triste que sea.

-Nunca fui feliz –me dice.

-Eso quiere decir que en ningún momento de tu vida sentiste una cosa que se pareciera a la felicidad.

-No.

-No te creo.

-No interesa.

Realmente no interesa. Buscar la felicidad es como buscar ser dueño del universo, pienso, pero no le digo. Sería tan fácil si estuvieras en mi cabeza, podrías verte como yo te veo y no tendría que inventar excusas ni decirte cosas que no son sólo para seguir hablándote.

-Si muero ahora no me importa.

-¿Y si la que muere soy yo?

-Tampoco importa.

-¿Qué pensarías?

-Pensaría que era justamente lo que tenía que pasar. Algún día voy a reventar. Literalmente. Quiero decir que mi cuerpo va a estallar y mi cabeza y la sangre se va a derramar por mi nariz como si fuera una canilla de agua abierta y nadie va a llorar, ni siquiera mi espectro del otro lado contemplándome inerte.

“Yo lloraría”, me digo, “pero ya no sé si porque soy idiota o porque en verdad me importa”.

-Nunca tuve amigos, sí compañeros, pero no amigos.

-¿Nunca nadie fue un amigo para vos?

-No al menos en lo que yo creo que es un amigo.

-¿Y qué creés que es un amigo?

-No lo tengo definido todavía.

-¿Yo no soy tu amiga? –Ni siquiera sé porqué le estoy preguntando esto. La respuesta salta a la vista en carteles luminosos, pero pregunto igual porque soy una niña torpe. No responde ni me mira ni da más señales de haberme escuchado. Vuelvo a preguntar.

-No tengo amigos-dice.

-No pregunté eso.

-No confío en mí.

-No pregunté eso.

-No tengo amigos –dice de nuevo.

-Yo sólo quiero saber lo que te pregunté.

-No sos mi amiga –sonrío-. ¿Yo soy tu amigo?

-No –ahora el que sonríe es él.

-Contestaste lo que yo quería.

Está entendiendo y a mí me aburre perder. “Debe ser cosa de hijo único”, pienso. En realidad no estoy muy segura de si pienso o es una verborragia desmedida todo lo que sale de mi cerebro. Alguien me dijo una vez que podría usarlo como un revolver que no puede matar y yo estoy usándome a mí para derribar una barrera que no me pertenece (ni me incumbe, tal vez). Ahora siento que se redobla la apuesta, como si ese hombre acostado a mi lado fuera por sí solo un desafío. “No, es una persona” dice esa maldita voz en off. “Vos andá a hablar de conchas y pijas en otro cuento, nena”, me digo. Quizá esté quedando loca después de todo. Mis voces multifurcadas en la conciencia y yo acá esperando que del pecho le salten bichos o luces o cosas similares. Puede quedarse callado toda la noche si lo dejo. Puede dejarse pinturrajear por mí mientras juego a aprisionarlo sin que lo sepa (y ahora lo está sabiendo, porque todo se me sale por los poros como la música).

sábado, 10 de octubre de 2009

Eyaculame acá.

Estoy segura de que he sido una buena chica: he alimentado a mis mascotas, aprendí a cruzarme de piernas cuando la minifalda es demasiado pequeña y deja entrever mi bombacha, sé que no se deben dejar los codos sobre la mesa cuando se está comiendo y que debo masticar con los dientes y no con los dedos. Yo que sé... también aprendí a masturbarme de cara al cielo, a llorar cuando muere alguien o se me muere algo adentro, a amar a las prostitutas y a los perros y lo que no se debe, a los que no nombramos, a los que tememos. He odiado a los hombres de ojos perdidos y abrazado a los que se dejan atravesar por el viento y me he odiado a mí tanto hasta adorarme, hasta sospecharme desnuda y mutilada en mi propio centro, con sonrisas hinchadas como venas violetas o flores secas.

Pensar. Estar pensando y morirse. Morirse y pensarse y verse y sentirse a uno muerto y descuartizado en el callejón de alguna ciudad perdida. Salirse del cuerpo y estar tan muerto y tan vivo como siempre. No, no quiero morir solo apoyando mi espalda en un contenedor de basura con la inscripción ‘que Dios te vendyga’, con un hilo de saliva y sangre escurriéndose de mi boca, con la entrepierna mutilada y vacío de órganos. Quiero perpetuarme como especie de mí mismo, para siempre, continuar mi existencia hasta que el mundo se estalle. Quiero ver mis manos envejecer y seguir jóvenes, ser simultaneidad entre momia y espectro, saltar los edificios valiéndome de la garganta o las pestañas y no temblar de frío nunca más en invierno.

He escondido mis ojos y mi boca de los que me quieren, y me he amarrado los tobillos a una porción de tierra que no me pertenece. Tomé una decisión y la llevé hasta el infinito y la multipliqué por todos los rostros que esperé ver detrás de una canción que nunca escribió nadie pero que suena entre los árboles de Montevideo, y esperé... esperé el regreso de mi alma y de mi otra, la resolución de un poema escrito en otoño y para mí del que no se sabe nada.
He sido una buena chica, pero ya no puedo escuchar la lluvia ni sobrevivirme entre la mugre de 18, elegir un ómnibus que me lleve hasta mi infancia sólo porque sí o recorrerme entera cuando todos están durmiendo.

Hoy soy un soldado de plástico. Hay mentiras que no se escuchan si estás hecho de porcelana. Quisiera ver a mis padres, sostenerme del cuello de mi madre y gritarle que hoy soy otro u otra, decirle que estoy obligado a echar mi cabeza hacia atrás mientras vos me tirás polvitos blancos que son cocaína y a mí me gusta y quiero ser puta, decidí que quiero ser puta, usar tangas rosadas o de leopardo o amarillas o rojas o verdes o marrones o escarlatas y decirle a todos que soy puta y que salgo tanto y que no beso porque el beso es amor y no gimo, porque es otra tarifa y que me gustan las medias a rayas y las polleras cortitas sobre todo si está sonando la Mona Giménez en el alto parlante de algún bolichongo de cuarta.

Ya no puedo escribir ni sentir ni decir la palabra amor sin escuchar a un costado de ella la risa casi inevitable, la certeza de que se ha caído y se ha roto para siempre.

Mi nombre fue violado en el silencio.

El hombre que debí ser mastica a la mujer que soy y se atraganta con mis cenizas. Hay una lucha a través del tiempo para llegar a lo que no me fue entregado antes y que ahora está esperando en algún rincón del universo para que yo lo estreche entre mis brazos mientras se pierde entre otras piernas.